GRANDES MAESTROS DEL TIMO Y DEL EMBUSTE
4. GREGOR MACGREGOR Y SU ÍNSULA BARATARIA (1/2)
1.
La realidad nos demuestra que, a la hora de invertir, da un poco igual que aquello en lo que se invierte sea o no una realidad tangible. La gente invierte en acciones, bonos, fondos de inversión, y otra serie de cosas que quienes no estamos muy metidos en esto de la economía y las finanzas no acertamos a saber muy bien ni lo que son. Si es que son realmente algo más que un mero concepto abstracto. Ni siquiera sabemos si el dinero que ganamos existe de verdad: simplemente son números digitales que cambian en tu pantalla, como si fueran los puntos de una partida de un videojuego. En otras ocasiones, invertimos en cosas que conceptualmente son tangibles, es decir, que sabemos que pueden existir y que de hecho nos consta que a nuestro alrededor existen objetos y bienes de su misma naturaleza. Pero eso no implica que el bien concreto en el que nosotros invertimos exista, y si existe, nada nos garantiza que sea exactamente como se nos ha asegurado. Y aunque lo fuera, lo cierto es que nos da un poco igual, porque las características físicas de aquello en lo que se invierte es lo de menos. Aquí la jugada es que nosotros le demos a alguien un dinero, y él a cambio nos devuelva más cantidad de dinero. Todo lo demás nos la suda.
Quizás por eso luego se dan casos como los timos de la multipropiedad o las viviendas esas que uno compra en Bucarest o Plovdiv guiado por la promesa de que se van a revalorizar, aunque nunca jamás se moleste en ir a aquellos remotos lugares para comprobar si efectivamente está allí la casa en cuestión. O como lo de los sellos de Afinsa, un asunto absurdo en el que, a pesar del timo, los afectados siguen culpando al gobierno de su situación (¿qué más da si existen o no los sellos y las obras de arte si a mí me pagaban puntualmente?). Y tal vez por eso mismo se acaben dando también casos asombrosos como el que hoy nos ocupa, en el que un tío, con el simple poder de su imaginación, es capaz de inventarse un país inexistente como los de los tebeos de Tintín, la República de Poyais, hipotéticamente ubicado en las Indias más lejanas e inexploradas, y empezar a vender terrenos y latifundios a los próceres europeos como quien vende aire. Estamos hablando de un país que tuvo hasta Embajada propia en Londres, y que tuvo como cargos públicos a diversas personas de renombre que jamás pisarían el suelo de esta nación ficticia, pero que confiarían plenamente en su existencia y en su condición de territorio en vías de desarrollo, incluso después de que se descubriera todo el pastel. Igual que quien se compra su pisito en Bulgaria o su óleo de Modigliani. Vamos, pero igualito igualito.
2.
Detallar los pormenores biográficos de Gregor Macgregor en época anterior al timo que nos ocupa no deja de ser un acto de fe más que una labor de investigación. Mayormente porque teniendo en cuenta que parte de su pasado se desconoce y que el resto se lo inventó él a voluntad, pues podría ser que todo lo que contamos aquí fuera una versión totalmente falsa ideada por el propio Macgregor a modo de auto-hagiografia. Se sabe, eso sí, que era escocés, y que nació en Edimburgo el día de Nochebuena de 1786. Hijo de militares, no es de extrañar que sus pasos le llevaran hasta la Royal Navy, cuerpo en el que se alistó en 1803. Se sabe también que en 1805 contrajo matrimonio con una tal Marie Bowater, que falleció poco después, y que posteriormente luchó en las filas del ejército portugués y del español, aunque no se sabe muy bien con qué propósito (él afirmaba que había combatido a las tropas de Napoleón en la Guerra de la Independencia, aunque este dato no parece muy fiable). También se sabe que luchó en los conflictos independentistas en los que estaban sumidas por aquel entonces nuestras colonias de Sudamérica: Venezuela, Chile, Colombia... Y más adelante también lideró una especie de ejército propio de carácter apátrida que tomó al asalto la ignota Isla de Amelia, sita en las costas de Florida, y la gobernó durante unos meses a modo de jefe de estado (a los cuatro nativos y las cuatro cabras que habitaran allí, se entiende), con bandera propia y la hostia, hasta que llegó el ejército español y lo mandó a tomar por culo a mosquetazos. Este último episodio de su vida es probablemente el más absurdo de todos: si consultamos la historia de esta isla en su página web oficial, veremos que durante los años del colonialismo allí entraba y salía la gente poniendo y quitando su bandera sin ton ni son. La isla fue española, inglesa, francesa y mejicana, así como independiente durante unos años. Posteriormente llegarían los confederados, y hoy en día hace ya años que ondea allí la bandera estadounidense. El breve período de permanencia de Macgregor y su semi-ejército en la isla se menciona a modo anecdótico describiendo al susodicho como "un soldado de fortuna escocés", que al parecer se presentó allí en 1817 con 55 hombres y echó a tiros a los cuatro hispanos que estarían allí vigilando el terreno con toda la calor. A continuación colocó la Bandera de la Cruz Verde, inventada por él, y afirmó que la isla pertenecía ahora a dicha confederación imaginaria.
Esta idea de haber sido el Rey de una tierra baldía, como Robinson Crusoe, podría haber sido lo que acabó influyéndole para forjarse una historia falsa de conquistas a su llegada a Inglaterra. Macgregor fue poco más que un Sancho Panza gobernando una Insula Barataria, una especie de bucanero que iba a su puta bola por los mares del Caribe saqueando lo que podía. Sin embargo, en los archivos de nuestros hermanos del continente americano se le tiene como un ilustre general inglés que contribuyó a derrotar a los pérfidos españoles. Los venezolanos, que fueron quienes lo acogieron cuando tuvo que huir de Europa por timador de los gordos, nos dan la imagen de Macgregor como un libertador independentista que expulsó a los invasores de Venezuela, Nueva Granada, Haiti, y que hasta fue colaborador cercano del mismísimo Simón Bolívar, mientras que sus posteriores timos de la estampita vendiendo terrenos ficticios los describe como un mero episodio pasajero de su vida sin mayor importancia del que además tampoco se sabe mucho si fue culpable o no. Vamos, que para las culturas del otro lado del océano, Macgregor era poco menos que un Halcón de los Mares, un capitán intrépido que podría interpretar Errol Flynn, mientras que para los británicos y franceses era más bien un aristócrata wannabe de oscuro pasado que se dedicaba sobre todo al hurto y a los turbios chanchullos. Pero bueno, ya se sabe, para qué publicar la verdad cuando puedes publicar la leyenda.
3.
En 1820, tras todos sus años de aventuras por los mares, Macgregor regresó a Londres y se puso a contarle a todo el mundo que allá en las Américas había sido nombrado príncipe del Principado de Poyais, una nación independiente situada en la Bahía de Honduras, en lo que se conoce popularmente como la Costa de los Mosquitos (que en contra de lo que mucha gente cree, no se llama así por la abundancia de bichurrios voladores, aunque también los haya, sino por ser la patria de la minoría étnica de los Misquitos, un pueblo indígena que habitaba en su día por aquellos andurriales). Según afirmaba, el rey nativo de esta región, el desconocido George Frederic Augustus I, le había regalado un territorio de unos 32.000 km. cuadrados de tierra fértil y abundante en recursos, como recompensa por el apoyo brindado en la derrota de los españoles. El terreno incluía en el pack unos cuantos indígenas de regalo que Macgregor y sus colonos británicos podrían usar a modo de currelas semi-esclavizados para labrar sus tierras y recolectar el café, el tabaco, o lo que coño fuera que brotara en aquellas tierras en la mente de Macgregor, que habría instaurado en el lugar un régimen democrático acorde con los principios europeos, y hasta habría fundado el ejército y los servicios civiles de Poyais. Un chiringuito muy bien montado que suponía una tierra de oportunidades para todo británico que quisiera emigrar allí y establecerse entre los colonos. La oferta que Macgregor les presentaba a los ingleses era muy tentadora, dado que en aquella época las colonias españolas se estaban independizando y los británicos estaban ansiosos por introducirse en el mercado hispanoamericano que hasta el momento había estado monopolizado por los españoles. Además, las comunicaciones transoceánicas de la época no eran precisamente como las que tenemos hoy en día, por lo que todo lo que se sabía del lejano continente americano se reducía a lo que contaban que habían visto los marinos y caciques que venían de aquellos parajes, a lo cual se daba total crédito, aunque sólo fuera por ser la única fuente fidedigna de información.
En estas circunstancias, no es de extrañar que la propuesta de Macgregor sonara de lo más interesante entre plutócratas y gobernantes, ni que el mismísimo alcalde de Londres celebrara recepciones oficiales en su honor para entablar relaciones diplomáticas con el mandatario de una tierra por explotar. En estos eventos de la alta sociedad, Macgregor se dedicaba a contar batallitas sobre sus heroicidades en las Américas, normalmente adornándolas todas con detalles falsos, cuando no directamente inventándoselas sobre la marcha: que si había luchado junto a Francisco de Miranda o Simón Bolívar, que si procedía del linaje del Clan Macgregor, y que hasta descendía directamente del mítico Rob Roy Macgregor. Como es lógico, estos antecedentes tan ilustres le granjearon la amistad de múltiples personas influyentes, como la del mayor William John Richardson, al que Macgregor nombró en 1821 nada menos que Embajador de Poyais en Gran Bretaña. Como agradecimiento a tan generoso gesto, Richardson le cedió a Macgregor su mansión de Oak Hall en Downgate Hill, en plena City londinense, así como muchos de sus sirvientes, para que pudiera vivir en una casa digna de un príncipe. En Oak Hall Macgregor instaló las dependencias administrativas oficiales de Poyais y organizó todo tipo de banquetes y reuniones sociales a las que convidaba a dignatarios de alta alcurnia, tales como embajadores extranjeros, ministros y altos mandos del Ejército Británico. No contento con el garito que le pusieron en Londres, Macgregor abrió también oficinas consulares en Glasgow y Edimburgo, bajo el pretexto de que pretendía reclutar a la mayor parte de sus nuevos colonos en Escocia, para compensar de alguna manera a sus compatriotas por la pérdida de la colonia panameña, en cuyo fallido intento de conquista habría participado, siempre según su versión, un ancestro del clan Macgregor al que nuestro protagonista supuestamente pertenecía.
Total, que el tío se montó un chiringuito a nivel nacional por toda la isla con la inventada esta del Poyais, que era una tierra que no existía por ninguna parte. En aquellos primeros días, todo el cometido de estas oficinas consistía en vender tierras, por un lado, y participaciones por otro. Las primeras las vendía a 4 chelines el acre, lo cual, teniendo en cuenta que por aquel entonces el sueldo medio de un obrero era de una libra semanal aproximadamente, resultaba indescriptiblemente barato. No es de extrañar por lo tanto que muchos escoceses con ansias de conquista mordieran el anzuelo y apuntaran a sus familias como voluntarias para iniciar una nueva vida en la tierra prometida. Respecto a las participaciones, pues eran otro producto ya para inversores de mayor fortuna: se vendían a 100 libras cada bono, sobre un total de 2000 bonos del estado. Puede que muchos os preguntéis cómo es posible que gente tan acaudalada como para aflojar 100 pounds de la época no se molestara en ver y examinar realmente la mercancía antes de comprarla, pero lo cierto es que en aquella época en la que las colonias eran poco más que territorios remotos como de leyenda nadie creía que eso se pudiera saber. Era un poco como las compras por Internet, si ves que la web se actualiza y viste bien y parece fiable, pues te fías y metes ahí tu tarjeta de crédito y tus datos.
Y sin duda, el teatrillo de Macgregor estaba muy bien vestido y presentaba un envoltorio muy poco sospechoso, avalado por autoridades gubernamentales. Incluso llegó a publicar una Guía Oficial de Poyais de 350 páginas, escrita por un tal Capitán Thomas Strangeways (burdo seudónimo del propio Macgregor, obviamente), en la que se describían con pelos y señales la historia, cultura, geografía, recursos naturales y proyectos económicos del país, y que estaba disponible en sus oficinas a modo de fuente informativa para los interesados. En la Guía lógicamente se hacía hincapié en el enorme potencial de riqueza por explotar que yacía en el país, y se definía Poyais como un país esencialmente anglófilo con infraestructuras suficientes para la vida social, con minas y yacimientos vírgenes de oro y plata, y gigantescas extensiones de suelo cultivable a la espera de alguien que se asentara allí. Por si fuera poco, Poyais también estaba totalmente libre de enfermedades tropicales, a pesar de estar en pleno Trópico y en la jungla, y contaba con una capital cosmopolita y en continua expansión, St. Joseph, ciudad teóricamente fundada por colonos ingleses en 1730.
Sobre el papel, aquello era todo un soleado paraíso tropical en el que sólo había felicidad, salud y riqueza. El problema vino, claro está, cuando los cólonos empezaron a ir físicamente a Poyais a ver aquellas presuntas tierras paradisíacas que habían comprado.
(To be continued...)
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