Thursday, May 25, 2006

¡POR DIMITROV!

La Embajada Rusa de París, situada en la calle Grenelle, había sido un edificio hermoso hasta el momento en que le habían instalado puertas de hierro con mirillas y demás dispositivos de seguridad de todo tipo imaginable. Tras la Liberación liderada por el general De Gaulle en 1944, las recepciones se celebraban en salas doradas, resplandecientes por la acción de una poderosa luz eléctrica, y una ruidosa radio sustituía, desde un aparador, a la orquesta de cuerda. Todo esto hacía de aquel lugar el escenario idóneo para el representante de Stalin, Sergei Bogomolov, el más hedonista de todos los embajadores... si es que tal carácter se mide por el consumo de alcohol.

Una noche, después de que los embajadores de los Tres Grandes hubiesen presentado una minuta conjunta en el Quai D'Orsay, Bogomolov pidió al embajador estadounidense Jefferson Caffery y al británico Duff Cooper que lo acompañaran a la Embajada Rusa. "Había allí dos mesas -registró en su diario este último-, una para los tres embajadores y otra para los tres secretarios: Eric, MacArthur y Ratiani". En el centro de la mesa se dispusieron platos con lonjas de esturión, tarros de caviar, huevos y sardinas, a fin de acompañar la bebida. Bogomolov comenzó la velada proponiendo unos quince brindis, todos con vodka. Se daba por hecho que los otros dos embajadores habían de seguir su ejemplo.

El primero en sucumbir fue el propio secretario de Bogomolov, Ratiani, que cayó al suelo mareado; y no hubo de pasar mucho tiempo antes de que tuvieran que acompañar a sus coches al resto de los diplomáticos presentes. Ni Caffery ni el mismo Bogomolov se dejaron ver hasta bien entrada la tarde del día siguiente. Por su parte, tanto Duff Cooper como MacArthur cayeron seriamente enfermos y hubieron de guardar cama durante varios días.

En otra ocasión en que se celebraba una cena "à quatre", la señora Bogomolov puso fin, por fortuna, a la competición alcohólica, cuando su marido empezó a proponer una retahila de "ingeniosos brindis, tales que parecía poco cortés, poco patriótico, ingrato o grosero no aceptarlos". La esposa del anfitrión llegó incluso a reprenderlo por interrumpir a sus invitados, pero no sirvió de mucho.


El fragmento que acabáis de leer pertenece al libro "París: después de la liberación" de Antony Beevor y Artemis Cooper, una de las más fascinantes descripciones de la turbulenta sociedad parisina de posguerra. Al contrario que sus libros más célebres sobre la batalla de Stalingrado o la caída de Berlín, éste tiene la particularidad de que no profundiza en detalladas crónicas militares repletas de datos sobre divisiones, regimientos y ejércitos de artillería, sino que se limita a ofrecer un retrato perfecto de lo que era aquel mitificado Paris liberado del yugo de los nazis, con sus clubs de jazz, sus revueltas, sus zazous, sus revolucionarios de salón, sus escritores existencialistas y sus oscuras conspiraciones criptocomunistas. La de Bogomolov no es la única anécdota etílica que surge entre sus páginas, especialmente en lo concerniente a las relaciones diplomáticas entre el gobierno provisional de Charles De Gaulle y la Unión Soviética. Beevor narra por ejemplo el mítico e intrincado viaje de los mandatarios franceses a Moscú para firmar con Stalin un tratado de colaboración destinado a aplastar el régimen de Hitler. Lo que viene a ser el sandwich alemán que todos conocemos y que culminó varios meses después con el asalto al Reichstag, los suicidios en el bunker de la Cancillería del Reich, y todo eso que habéis visto mil veces en las pelis de la Segunda Guerra Mundial. En representación de Francia acudieron entre otros Charles de Gaulle, el general Juin, y el ilustre Georges Bidault, antiguo líder de la Resistencia durante el período de ocupación.

El festín celebrado por Stalin en el Kremlin no fue, con todas sus evidentes muestras de ostentación, un acontecimiento alegre. Estuvieron presentes unos cuarenta funcionarios rusos, la delegación francesa, el encargado de negocios de la embajada británica y Averell Harriman, embajador estadounidense. Stalin propuso una serie interminable de brindis, empezando por algunos que halagaban a sus invitados, y a los que siguieron unos treinta más en honor a sus subordinados rusos: Molotov, Beria, Bulganin, Voroshilov... y así hasta la base de su jerarquía.


Cada vez que levantaba su vaso al final de uno de sus breves discursos, gritaba: "¡Acércate!", a lo que el destinatario del brindis en cuestión había de rodear la mesa a la carrera a fin de hacer chocar su vaso con el de Stalin. El resto de los circunstantes permanecía sentado, sumido en un silencio sepulcral. El mariscal levantó su licor y, con un tono de voz tan suave que resultaba desconcertante, se dirigió al jefe del estado mayor del aire soviético para amenazarlo acto seguido en un alarde brutal de humor de verdugo. (...)

El tratado franco-soviético se firmó por fin a las cuatro de la madrugada, una vez que las dos partes lograron alcanzar un acuerdo en lo referente al gobierno títere de Stalin en Polonia. Hubieron de reanimar rápidamente a Georges Bidault, que había perdido el conocimiento en el banquete a causa del alcohol, para hacer que los dos ministros de Asuntos Exteriores estamparan su firma en el documento bajo la atenta mirada de Stalin y De Gaulle, de pie tras ellos. "Il faut fêter cela!", apremió Stalin, y enseguida sirvieron más comida y más vodka.

Cuando uno lee estas cosas, siempre se acuerda de esas reuniones sociales de los viernes o los sábados por la noche, ya sabéis, esas a las que vas simplemente para conversar con amigos comunes sobre cualquier cuestión de actualidad, te hacen el lío, y terminas en un estado etílico lamentable brindando por Stalin, por Dimitrov y por los viejos tiempos. Esas en las que tratas de mantener el tipo y seguir bebiendo cuando en realidad estás más cocido que un langostino, sólo porque en algún oscuro punto de conciencia reside un orgullo secreto que se resiste a negar la evidencia de que ya no tienes veinte años y de que te vas a pasar los próximos dos días con mareos, nauseas, y desequilibrios varios en tus biorritmos. Pero al igual que De Gaulle o que Bidault, hay que mantener el tipo, recordarle a tu interlocutor que puedes estar a su altura cada vez que te reta a otro diabólico brindis. En el fondo, tranquiliza pensar que no hay tanta diferencia entre la basura humana que muchas veces sentimos que somos (sobre todo esos domingos que despertamos de la siesta a las siete de la tarde), y lo que fueron en el pasado los grandes generales y jefes de estado que cambiaron el rumbo de la historia. Al fin y al cabo, si nos fiamos de la versión de Beevor, algo tan importante como el destino de toda la sociedad europea de la segunda mitad del siglo XX fue decidido en un comedor a las cuatro de la mañana por cuatro tíos completamente beodos.